Se acercaban las fiestas de fin de año. Épocas de balance
de introspección. Tiempos donde mirar atrás es lo cotidiano y no lo ocasional.
Martín lo sabía, lo respiraba, lo sentía. Durante los
últimos veinte años, antes de Navidad se preguntaba si había valido la pena.
Él había vivido gran parte de su vida con intensidad y
gozo, su intuición lo había guiado cuando su inteligencia fallaba en mostrarle
el mejor camino.
Casi todo el tiempo se había sentido en paz y feliz. Y
sin embargo, cada fin de año ensombrecía su ánimo aquella sensación de haber
dedicado demasiadas horas al día a sí mismo. (…) No obstante, Martín hacía todo
lo posible por no dañar a los demás, especialmente a aquellos que estaban más
cerca, a quienes ubicaba en el mundo de sus afectos. (…)
Veía a la gente hablando sobre las fiestas, a sus amigos
y familia consultándose dónde las pasarían, a quién invitarían, con quién
tendría deseos de encontrarse. Y, por alguna razón, él no se sentía incluido,
no se juzgaba mercedor, no era como ellos. Todos parecían tan preocupados por
los demás…
Tenía que tomarse un tiempo para reflexionar sobre su
presente y sobre su futuro. Martín puso unas pocas cosas en la mochila y partió
en dirección al monte. (…)
– Por una moneda te alquilo el catalejo.
Era la voz de un viejo que apareció desde la nada con un
pequeño telescopio plegable entre sus manos y que ahora se lo ofrecía con una
mano, mientras con la otra, tendida hacia arriba, reclamaba su moneda. Martín
encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la alcanzó al viejo, que
desplegó el catalejo y se lo dio. Después de mirar durante un rato consiguió
ubicar su barrio, la plaza y hasta la escuela frente a ella. Algo le llamó la
atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del antiguo
edificio. Martín separó sus ojos de la lente, parpadeó varias veces y volvió a
mirar. El punto dorado seguía allí.
– ¡Qué raro! – exclamó Martín sin darse cuenta de que
hablaba en voz alta.
– ¿Qué es lo raro? – preguntó el viejo.
– El punto brillante – contestó -. Ahí, en el patio de la
escuela. Es demasiado temprano para armar el árbol de Navidad.
Martín tendió el telescopio al viejo para que viera lo
que él veía.
– Son huellas – dijo el anciano.
– ¿Qué huellas? – preguntó Martín.
– Tuyas – dijo el anciano-. ¿Te acuerdas de aquel día…?
Debías de tener siete años. Tu amigo de la infancia, Antonio, lloraba
desconsolado en el patio de la escuela. Su madre le había dado unas monedas
para comprar un lápiz para el primer día de clase. ¿Recuerdas? Él había perdido
el dinero y lloraba a mares.
Martín buscó infructuosamente en su memoria. El viejo,
después de una pausa, siguió.
– ¿Te acuerdas de lo que hiciste? Tú tenías un lápiz
nuevo que ibas a estrenar aquel día. Pero te acercaste al portón de entrada y,
cerrando la puerta sobre el trozo de madera, cortaste el lápiz en dos partes
iguales. Luego le sacaste punta a la mitad cortada y le diste el medio lápiz
nuevo a Antonio.
– No me acordaba – dijo Martín-. Pero eso, ¿qué tiene que
ver con el punto brillante?
– Antonio nunca olvidó aquel gesto, y ese recuerdo se
volvió importante en su vida.
– ¿Y?
– Hay acciones en la vida de uno que dejan huellas en la
vida de otros – explico el viejo. Las acciones que contribuyen a la felicidad
de los demás quedan marcadas como huellas doradas…
Martín volvió a mirar por el telescopio y vio otro punto
brillante en la acera, a la salida del colegio.
– Ese fue el día que saliste a defender a Pancho, ¿te
acuerdas? Volviste a casa con un ojo morado y un bolsillo de guardapolvo
arrancado.
– Ese que está ahí, en el centro – siguió el viejo – es
el trabajo que le conseguiste a don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica…
Y el otro, el de la derecha, es la huella de aquella vez que reuniste el dinero
que hacía falta para la operación del hijo de Ramírez. Las huellas que salen a
la izquierda son de cuando interrumpiste tu viaje porque la madre de tu amigo
Juan había muerto y querías estar con él.
Martín apartó la vista del telescopio y, sin necesidad de
él, empezó a ver como aparecían miles de puntos dorados desparramados por toda
la ciudad. Al terminar de ocultarse el sol, el pueblo parecía iluminado por
huellas doradas, que parecían muchas más porque las lágrimas que caían de sus
ojos multiplicaban hasta el infinito las luces del pueblo.
Martín dio las gracias al viejo y volvió al pueblo. Este
año, la fiesta iba a ser en su casa. Había muchos amigos a quienes querían
volver a ver. Sobre todo, a aquellos que habían dejado huella en su vida.
Autor: Jorge Bucay