Hoy, domingo, 2 de febrero de 2020
Primera lectura
Lectura del libro de Malaquías (3,1-4):
Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para
que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis.
Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día
de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de
fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la
plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al
Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá
y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.»
Palabra de Dios
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Salmo
Sal 23
R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la
gloria.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra. R/.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria. R/.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.
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Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (2,14-18):
Los hijos de una familia son todos de la misma carne y
sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo,
aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a
todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad
que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que
parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en
lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha
pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.
Palabra de Dios
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Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley
de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al
Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón
será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del
Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del
Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir
con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en
paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos
los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía
del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste
está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una
bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti,
una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la
tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años
casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día
y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento,
daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación
de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se
volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Palabra del Señor
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